TERESA DE LA PARRA (1889, Francia – 1936 España)

“Vicente Cochocho” de LAS MEMORIAS DE MAMÁ BLANCA

Teresa de la Parra

I.

Las debilidades, deficiencias o imperfecciones de mi alma, como los de casi todas las almas, son bastantes numerosas, lo reconozco. Ellas me rodearon regocijadas y en tropel durante mi larga vida, tal cual rodea a una pastora su fiel rebaño de ovejas. Antes que conducirlas yo a ellas, me dejé conducir por ellas a través de los años con sumisión y dulzura. Encariñadas así con mi persona, ninguna llegó nunca a descarriarse: aquí van todas.

Una debilidad que apenas, apenas, asomó su cabeza en mi rebaño, es aquella contagiosísima que designan hoy con esta palabra de origen anglosajón: esnobismo. No, yo no soy ni he sido esnob, sino acaso una que otra vez con indolencia y desgano. Como tal debilidad es al fin y al cabo una gran fuerza, el no ser esnob[1] me desprestigió muchísimo en la consideración de las gentes, las cuales sólo buscan y exaltan al que bien sepa aplastarlos bajo el peso de una vanidad aparatosa y estéril. Por causa de tal inferioridad o desprestigio, junto a las debilidades, poco a poco, han venido sumándose los fracasos, los cuales me siguen también con cierta fidelidad y con regocijo un tanto irónico. Yo no los reniego. Salieron de mí espontáneamente. Al igual de mis hijos y mis nietos, son mi obra y son mi descendencia: ¡que me sigan siguiendo y que Dios los bendiga a todos!

Este exordio[2] es para decir a ustedes que siendo una antiesnob con la vida salpicada de modestos fracasos, no me avergüenzo de presentarme en público al lado de personas impresentables o mal vestidas. Acabo de hacerlo, sin que ustedes lo sepan, al encabezar este capítulo así: «Vicente Cochocho», quien, lo confieso sin embargo, andaba peor que mal vestido, puesto que casi no andaba vestido. Perdónenme. Piensen indulgentes que las personas más impresentables son generalmente las más interesantes. Yo creo que el cuerpo suele adornarse con detrimento del espíritu. Es una convicción cruel que profeso con tristeza, pues me duele muchísimo el pensar que la amable, la divina elegancia del cuerpo, es una ladrona linda y vil que para bien adornarse dejó el alma sin ropas ni pan, sumida en la miseria.

Así, peor que mal vestido, simple peón de Piedra Azul, sin derechos de medianería, bueyes, rancho ni conuco, Vicente Cochocho fue uno de los amigos tutelares de nuestra infancia. Hace casi setenta años que sus pies descalzos, negros, cortísimos y abiertos en forma de abanico no hacen florecer el ramo de sus cinco dedos sobre el polvo de este mundo, pero su memoria querida y oscura, tan digna de la gloria, vive con honor en mi recuerdo. Aquí tiene su calle, su estatua y su mausoleo.[3] Los mereció por su valor y virtudes, al igual de los más grandes de la Tierra. Sé muy bien que pasaré algún día, ¡también, pasan las ciudades!, entonces, y sólo entonces, sepultada entre mis ruinas su memoria morirá conmigo.

Cochocho no era un apellido, era un apodo: Nuestro gran amigo tutelar Vicente ni calzaba zapatos ni calzaba apellido. Cochocho, perdónenme otra vez, quiere decir piojo, pero un piojo tan despreciable que ni siquiera se encuentra en el diccionario.[4] Para dar con él hay que ir, según creo, a los llanos de Venezuela y buscarlo con paciencia entre la piel o crines del ganado, no sé bien. Yo nunca lo vi, pero a juzgar por su homónimo Vicente, quien llevaba tal nombre con la misma naturalidad, elegante con que ciertos grandes llevan sus títulos, un cochocho, debe ser, sencillamente, horrible. ¡Ah, mi querido Vicente, no te ofendas por esta deducción; en la paz de tu descanso acuérdate que fue tu arte y tu más alta gloria la de haber embellecido la fealdad!

Vicente, que era grande por la bondad de su alma, no podía ser más pequeño en cuanto a estatura física. Apenas le llevaría unos cuatro o cinco dedos a Aurora, quien dicho sea con justicia, era alta para tener siete años. Ambas dimensiones, la del cuerpo y la del alma, lo acercaban a nosotras, que éramos pequeñas de tamaño y que siendo inocentes buscábamos la bondad naturalmente por consonancia o amor a la armonía.

Una circunstancia imperiosa de orden material contribuía también a unirnos con Vicente: era la frecuencia del trato. El puesto «oficial», por decir así de Vicente Cochocho, era el de paleador de la acequia.[5] Quiero decir con esto que cada dos semanas pasaba cuatro o cinco días metido en el barro hasta más arriba de las rodillas, con una pala en la mano, amontonando a uno y otro lado de la acequia grande cuanto sedimento hubiese depositado el agua de dos semanas. Como tal cosa tenía lugar lejos de la casa, durante ese lapso quincenal, Vicente se eclipsaba a nuestros ojos.

En su cabeza chata y cordial se aliaba humildemente el indio con el negro, cada cual en su puesto, con mucha mansedumbre y sin nunca dirigir malevolentes su alianza contra el blanco. El pelo de la cabeza, donde mandaba el negro, era un mullido colchón lanudo, mientras que el bozo, dominado por el indio, era tan ralo, tan tieso, tan poca cosa, que nosotras le decíamos con cariño (esto era original de Violeta) Vicente Cochocho, bigotes de cucaracha.[6]

Según parece, Vicente, quien al igual de los sapos y de los cochochos, no tenía a simple vista edad ninguna, era viejo. Sus piernas cortas y torcidas siempre en trato íntimo con la tierra y agua, siempre desnudas hasta la rodilla, siempre salpicadas de barro, no daban impresión de suciedad o descuido, ni podían inspirar asco. ¿Son sucios los helechos que besa la corriente y espolvorea la tierra? ¿Dan asco las raíces que se arrastran al nivel del suelo entre el polvo hermano y la lluvia santa?

Pero Evelyn, que entendía las cosas de otro modo, había declarado que Vicente era, un ser inmundo digno del mayor asco, que siendo él, ya de por sí, un piojo, debía tener la cabeza cundida de ellos, y que, por consiguiente, no debíamos acercarnos a su persona en ninguna forma y bajo ningún pretexto.[7] Inútil es decir que nuestra adhesión a Vicente Cochocho, espoleada así por la persecución y realzada por el atractivo inmenso de lo prohibido, tomaba incremento a todas horas. ¿Qué vale en efecto un amor que no se contraría, y qué una amistad por la cual no se ha luchado? Al distinguir de lejos a Vicente cavando en el jardín o en cuclillas, deshierbando el patio, corríamos todas y lo rodeábamos de cerca con pasión. Entonces, el más mínimo de sus movimientos, la menor de sus palabras, interesantes ya de por sí, amenazados por la intervención policial de Evelyn, adquirían un sabor y un precio extraordinario.

En el fondo, hoy lo comprendo, la guerra a muerte que Evelyn declaraba diariamente a nuestro querido Cochocho tenía por base un complicado y personal odio de raza. Por eso era encarnizada y sin tregua, Evelyn, que tenía tres cuartos de sangre blanca, maldecía con ellos su cuarto de sangre negra. Como no le era posible maltratar su negro en ella, le pasaba poderes a Vicente y lo maltrataba en él. A cada instante trataba de empañar el prestigio de Cochocho en el ánimo de prosélitas, o sea, en nuestros ánimos, pero sin éxito ninguno, mejor dicho, con resultados inversos. No perdía ocasión. Si una de nosotras se había derramado en el vestido un plato de sopa o una taza de chocolate, Evelyn, desesperada, contemplaba un instante a la manchada y la reprendía así:

—Por atolondrada y por no poner cuidado está ahora sucia ¡como Vicente Cochocho!

II.

Acusar a Vicente de falta de aliño o limpieza, podía pasar, era una cuestión de apreciación; acusarlo de descortesía era a todas luces una injusticia. No era posible ser más cortés. Sólo que Evelyn, en su intransigencia, inglesa y puritana, era incapaz de apreciar el refinamiento de aquella corteza rústica. Nosotras, sí. Ni ella, ni Mamá, ni Papá, ni nadie eran tampoco capaces de apreciar el buen sabor a español noble y añejo del vocabulario que empleaba Vicente. Nosotros sí, y porque lo apreciábamos lo copiábamos. Evelyn nos corregía asegurando severa que hablábamos vulgarmente; también Mamá nos corregía, pero ellas no tenían razón, la razón o supremo gusto estaba de parte de Vicente y de parte nuestra. Sólo muchos años después pude comprenderlo bien. Fue leyendo a López de Gómara, Cieza de León, Bernal Díaz del Castillo y a otros autores de la época, quienes vinieron a América y legaron generosos, de viva voz, el español que usaba Vicente, tal cual se usa un mueble antiguo, sólido y cómodo, que se ha heredado en buena ley.[8]

Vicente decía, como en el magnífico siglo XVI, ansina, en lugar de así; truje, en lugar de traje; aguaitar, en lugar de mirar; mesmo, por mismo; endilgar, por encaminar; decía esguazar, decía agora, decía cuasi, decía naide, decía cuantimás, decía agüela, decía vilde, decía dende, su español, en una palabra, era del Siglo de Oro.

Usaba además Vicente una especie de declinación formada por diversos diminutivos que aplicaba a nombres, adjetivos, adverbios y gerundios, llenando de matices especiales la palabra, en cuya terminación los adhería. Si lo llamaban, él contestaba:

—Señor, ¡agorita voy! —o bien—: ¡Señor, voy agoritica![9]

Esto quería decir: «Voy con mucho gusto dentro de un momento. Dígnese usted tener paciencia». Si al preguntarle qué era de su vida y salud, él contestaba:

—Ya ve, aquí me tiene, trabajandito.

«Trabajandito» quería decir que trabajaba con gusto y buena voluntad, pero sin mayores ventajas pecuniarias.

Su cortesía corría pareja con su gayo hablar. También era noble y llena de matices. Nunca Vicente entraba en un recinto cualquiera, así fuera la cocina o la pieza de escoger el café, sin pedir la venia en esta forma:

—¡Alabado sea Dios!

Cuántas veces he tratado de explicarles aquí cómo hablaba Vicente y cómo hablaba Mamá, aquellos dos polos: el extremo de la rusticidad y el extremo de la exquisitez o «preciosismo», uno más ritmado que melodioso, otro más melodioso que ritmado, he tenido que contemplar con tristeza la miseria realizada por mi buena intención. La palabra escrita, lo repito, es un cadáver.

El trato con Vicente Cochocho nos iba instruyendo en filosofía y ciencias naturales como ningún libro o profesor hubiera podido hacerlo. Su espíritu hermano por la sencillez, fuerte por la experiencia, estaba adornado de conocimientos que corrían fácilmente de su inteligencia hacia las nuestras con la naturalidad de un arroyo regocijado y claro. Nosotras lo asaetábamos a preguntas. Casi todas tenían una partícula interrogativa: «¿Ah?», sobre la cual apoyábamos toda la fuerza de nuestra curiosidad y que cambiaba de lugar según la frase:

—¿Por qué hay guayabas verdes y guayabas amarillas, Vicente? ¿Ah?

—¿Por qué las culebras pican, ¿ah?, Vicente, y las anguilas no?

—¿Por qué los gallos saben pelear, Vicente, ¿ah? y no saben poner huevos como las gallinas?

—¿Por qué Vicente Cochocho, topocho, rechocho, bigoticos de cucaracha, tú no tienes tu casa de teja como los medianeros? ¿Ah?

Para dar la razón de tantas cosas Vicente impregnaba sus respuestas en la hermosa filosofía de la resignación. De las anguilas, decía:

—Porque ellas son buenas y se defienden resbalándose sin maltratar a nadie, por eso las buscan y se las comen. A las culebras les tienen rabia, pero ninguno sale a buscarlas. De puro malas que son, las respetan.

Del gallo decía: —Porque su sino es de peleón y no le gusta el oficio que no sea mandar en jefe. ¿No le ven el gobierno en la cresta? Y de sí mismo: —Porque nací para pobre, ¡quién ha visto peón negro con casa de teja!

IV.

Si Vicente era despreciado en los bailes por su desnudez completa de atractivos físicos, conocía en cambio el amor hondo y manso, aquel que a espaldas de la estéril vanidad, desdeñando todo material provecho, cierra los ojos a la belleza del cuerpo y va a prender sus raíces en los encantos del alma. Por sus atractivos morales Vicente era amado, y amado mucho más de lo común, puesto que lo querían a un tiempo sin celos, discusiones ni rivalidades: Aquilina y Eleuteria. Él las quería a las dos sin hacer preferencias, las dos lo sabían y las dos lo aceptaban con mutua, o mejor dicho, con doble generosidad.

Aquilina y Eleuteria ni eran muy lindas ni eran muy elegantes; al contrario, situadas al mismo nivel de Vicente, podían brindarle un amor todo paz, exento de peligros y zozobras, cosa que para la felicidad es un factor más poderoso que la elegancia y la belleza juntas.

A fin de que ustedes no se escandalicen ni juzguen severamente a Vicente, debo advertirles que en Piedra Azul se aceptaba el amor libre. Era tan corriente y tan bien visto, como lo es desgraciadamente hoy día y lo era desgraciadamente entonces en cualquier sociedad rica, aristocrática y refinada de cualquier gran capital. Salvo en uno que otro detalle de la forma, en el fondo, las costumbres de Piedra Azul eran dignas de una espléndida corte. Como mi excelente Mamaíta no había viajado nunca, ignorando tal circunstancia o coincidencia, se quejaba y lamentaba al decirle a Papá, casi con lágrimas en los ojos, que podía estar seguro de una cosa tristísima y, era ello que, en cuanto a costumbres, su hacienda Piedra Azul ocupaba, sin duda, el último baluarte del mundo. Llena de celo apostólico, tanto por espíritu de moralidad como por espíritu de presunción, lo mismo que ponía tapetes bordados y ramos de flores en la mesa, Mamá ponía consejos, legitimidad y bendiciones nupciales en los ranchos de Piedra Azul.

Una tarde, nosotras, las niñitas, habiendo ido de paseo con Evelyn, quisimos llegar hasta el rancho de Vicente, cosa que nos interesaba por supuesto, en forma extraordinaria. Evelyn accedió.

La piadosa peregrinación[10] tuvo lugar andando, andando, nos dirigimos hacia el rancho objeto de nuestro interés. Al divisarlo de lejos en lo alto de un repecho, medio escondido entre los árboles, corrimos todas, desoladas, a ver cuál llegaba primero. Evelyn, caminando, nos siguió a distancia. El cuadro que bajo los dos árboles se ofreció a nuestros ojos era en efecto interesantísimo por la sobriedad prehistórica. La paja, ahumada y despeinada del rancho, caía con desolación por sus cuatro costados hasta tocar tierra. Junto a la puerta había un banco hecho con un tronco y dos horquetas;  en el suelo, tres piedras ennegrecidas dialogaban sobre las cenizas frías de un hogar; una gallina atada por un pie a una de las horquetas del banco pugnaba por desatarse cacareando y batiendo las alas; en el centro, hecho también con un tronco, un pilón; a uno y otro lado del pilón, Aquilina y Eleuteria, armadas cada cual con una maza, golpe y golpe, golpe y golpe, pilaban evangélicamente el maíz, ración de un solo día, para «el pan de arepa» de ellas dos y Vicente.

Imposible es describir aquí la indignación muda y misteriosa con que Evelyn, al apreciar la escena, nos arrancó del rancho y de sus alrededores. Duró el mutismo y duró el misterio hasta que llegado a la casa pudo a medía voz conferenciar con Mamá. Dijo furiosa y a la sordina, que a más de ser el más pequeño, el más cabezón, el más feo y el más sucio de los peones de Piedra Azul, para complemento, para que nada le faltara, Vicente Cochocho era también el más «depravado». Que ella acaba de comprobarlo con sus propios ojos.

Siendo así que la palabra «depravado» no formaba parte de nuestro vocabulario, nosotras también conferenciamos a fin de cambiar impresiones y dilucidar cuál podría ser aquel nuevo y terrible defecto de nuestro amigo Vicente. Como era de esperar, Violeta se apresuró a tomar la palabra, y, humillándonos con su saber, declaró ex cátedra que eran «depravados» todos aquellos cuyos techos de paja estuvieran ahumados y desgreñados como lo estaba el rancho de Vicente. Que ella sabía eso: «¡Púuuu!¡desde cuándo!». Al siguiente día Mamá llamó a Vicente y con la misma voz quejumbrosa que usaba para regañarnos a nosotras, lo amonestó en esta forma:

—No es posible, Vicente, por el amor de Dios, la vida que tú llevas. … No puedes seguir así: ¡O te casas con una de las dos o te quedas viviendo solo, Vicente, como un ser normal, como un cristiano bautizado!

Como de costumbre planteado así el dilema, Vicente se rascó la cabeza, le dio vueltas y más vueltas en la mano al sombrero de cogollo, escupió por el colmillo en forma impecable y terminó diciendo entre pausas y tartamudeos que: «como casarse él no podía por de pronto, que Dios Nuestro Señor, demasiado lo sabía; que para resolver matrimonio se necesita cuando menos tener un ranchito propio»; añadió conciliador:

—Ahora, sin matrimonio, yo la complazco, en el momento menos pensado, Misia Carmen María, usted verá, yo se lo ofrezco; pero déjeme un respiro. En cuanto llegue la cosecha del café, que ellas dos puedan trabajar y recoger unos cuantos realitos, yo las mudo, le doy mi palabra. Téngame paciencia, hágame el favor. Es cuestión de un tiempito nada más.[11]

Mamá, perseverante y evangelizadora, seguía prodigando sobre Vicente sus quejumbrosas amonestaciones, mientras el tiempito se prolongaba indefinidamente a través de todas las cosechas de café.

Preguntas de discusión

  1. ¿Quién es Vicente Cochocho? ¿Cuál es su rol en la finca?
  2. ¿Cómo es la relación entre Evelyn y Cochocho y cuál es su significado?
  3. ¿Es el apodo “Cochocho” ofensivo? ¿Por qué?
  4. ¿Cuál es el significado de comparar el lenguaje de Cochocho con los autores del Siglo de Oro?
  5. ¿Cómo crea la autora el humor en este capítulo?

  1. “Esnob”: Persona que imita con afecto las maneras, opiniones; de aquellos a quienes considera distinguidos. Desde la palabra anglosajón snob.
  2. Se refiere a la introducción de este capítulo en los dos primeros párrafos, en los que la narradora reflexiona sobre el esnobismo que la rodeó toda su vida, ahora que es vieja y recuerda su infancia en Piedra Azul.
  3. Mamá Blanca piensa que si ella no escribe estos relatos de su vida, sus memorias se morirán con ella. Esta idea está ampliada aquí: porque Cochocho era de clase muy baja, sin el reconocimiento de Mamá Blanca, es muy probable que nadie lo recuerde. Ella no solamente lo recuerda aquí sino que también le hace homenaje.
  4. El término “cochocho” se refiere a un insecto nativo de Venezuela que vive en lugares sucios y transmite el tifus.
  5. Ese trabajo era muy importante para la agricultura de las haciendas. Las corrientes de agua necesitan ser desbloqueadas para que el sistema de riego funcione bien. Entonces el trabajo de Cochocho era súper importante pero sucio y no requería educación formal.
  6. Este párrafo es importante para aprender los sentimientos de las niñas hacia Cochocho. Es un resumen escueto del racismo presente en la sociedad venezolana, representado aquí explícitamente por Parra.
  7. Aparte del conflicto racial, esos personajes representan el contraste entre las filosofías. Evelyn, una mulata de origen jamaiquino que cuida a las niñas, prioriza el orden y representa la filosofía positivista, mientras Cochocho prioriza la naturaleza y representa la barbarie.
  8. Francisco López de Gómara, Pedro Cieza y Bernal Díaz del Castillo eran autores del siglo XVI, el Siglo de Oro español, que escribieron en un español antiguo que la narradora reconoció muchos años después en el lenguaje de Cochocho que ella escuchaba de niña.
  9. El diminutivo de una forma antigua de decir ‘ahora’ (Real Academia Española, “Agora”).
  10. El uso del término “piadosa peregrinación” contribuye mucho al tono de humor a través de la ironía. La ironía es una técnica literaria que significa una “expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada” (Real Academia Española, “Ironía”). La “piadosa peregrinación” aquí no es un camino religioso y serio, sino divertido para las niñas por la inmensa curiosidad y admiración que tienen hacia Cochocho.
  11. Aunque la esclavitud había sido abolida en Venezuela, todavía se mantenía un sistema semi-feudal en el campo que se ve aquí. Esto demuestra el control de Carmen María y Juan Manuel sobre la vida privada de Cochocho.

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