TERESA DE LA PARRA (1889, Francia – 1936 España)

María Moñitos

Teresa de la Parra

I

Mucho más que en su propia persona, la vanidad de Mamá había fijado su asiento en nuestras seis cabezas. Al decir «cabezas» no incluyo de ningún modo en esta palabra la parte anterior o rostro, sino que me refiero únicamente a aquella parte superior y posterior que en la persona suele estar cubierta de cabellos. Por los rostros, las cosas no anduvieron siempre muy en orden: había naricitas respingadas, ojos que podían haber sido más grandes, pestañas no muy largas y alguna que otra boca medio sin gracia. Pero si se pasa de la frente, lo que venía después era siempre un montón de variadas maravillas. La vanidad de Mamá tenía allí́ mucho de dónde agarrarse. Había quien llevaba sobre su persona una maraña[1] adorable de seda bronceada; quien tenía la cabeza literalmente cuajada de sortijas[2] brillantes y negras como azabaches; quien parecía un mismo carnerito de oro y a quien le llovía continuamente sobre la nuca, las orejas y la frente una tempestad de crespitos castaños.

Cuando aparecían las visitas y nosotras, como he contado ya por cubrirnos el rostro, presentábamos al público todo el pelo, no realizábamos quizás un acto de cortesía, pero estoy en cambio segurísima de que realizábamos por instinto, en secreto y misterioso acuerdo con Mamá, un acto de sabia presunción.

La gente decía trémula de sincero entusiasmo:

—¡Qué cabezas tan divinas y todas diferentes! ¡Si parecen un coro de querubines!

Mamá, bañada en agua de rosas, respondía con frases desbordantes de falsa modestia y al final, sin dar a la cosa la menor importancia, declaraba esto:

—Sí. Es verdad que tienen el pelo sedoso y crespo.[3] Y han de saber ustedes que es enteramente natural. La única que lo tiene un poco menos rizado es Blanca Nieves, aquélla, la más trigueñita…, pero sus crespos… ¡también son naturales!

La primera frase era verdadera. En la ultima mi querida Mamá mentía de un modo descarado y enternecedor. Es cierto que la pobre comenzaba por encerrar tímidamente su mentira en la forma discreta del eufemismo, lo cual no deja de ser un homenaje a la verdad, y es cierto, además, que, como alguien ha dicho, «el primer deber de toda mujer es el de aparecer hermosa».[4] Al esforzarse ella en cumplir por mí mi primer deber, no podía cometer, pues, una acción reprochable, al contrario. No lo digo por disculparla: su acto era digno de elogio, tanto más si se considera aquella serie de esfuerzos, admirables y cotidianos, ¡tan conocidos por mí!, que su mentira encubría.

En lo tocante al cabello, la naturaleza, tan pródiga con mis hermanitas, se había conducido conmigo, sólo conmigo, lo mismo que una madrastra, cruel, injusta y caprichosa. Pero como Mamá era madre, la tenía retada a una lucha sin cuartel que se renovaba todas las mañanas. Por las tardes, de dos a tres, la madrastra quedaba vencida y burlada.[5]

Para luchar contra la lisura[6] de mi cabello Mamá desplegaba un ardor y una perseverancia admirables. Sin embargo, como a todo gran luchador, a ella también la acometía de pronto el desaliento. A veces, instalada conmigo frente al espejo, antes de ejecutar en mi pelo aquella serie de artes y oficios que voy a enumerar, apagados por un segundo ardor y perseverancia, con una voz lastimera y con el peine y la mano desmayados sobre su falda, me hacía en pleno decaimiento esta especie de reproche:

—¿Pero de dónde sacarías tú el pelo tan liso,[7] Blanca Nieves, mi hijita querida?

Como yo no sabía en absoluto de dónde lo había sacado, considerándome culpable, me excusaba tímidamente respondiendo con la misma pregunta y con la misma dulzura en la voz:

—¿Y de dónde lo sacaría de verdad, Mamaíta?

Si Mamá sufría de que yo tuviera el pelo liso, yo sufría mil veces más de que ella se empeñara en encrespármelo[8] así, contra viento y marea. Aquel inmoderado interés por mi cabello cautivaba entre sus garras gran parte de mi tiempo y al suspenderse temible a ciertas horas del día sobre mi cabeza inocente y desondulada, cohibía mi libertad y emponzoñaba mis juegos. A cada rato me parecía oír aquella frase matinal, solemne e inexorable como una sentencia:

—Blanca Nieves, ven a cogerte los monitos.

O esta, meridiana, solemne e inexorable como otra sentencia:

—Ven, Blanca Nieves, para hacerte los crespos.

Y las dos frases se sucedían regular y diariamente como la revolución solar.

Era por lo general así́, armada con el tazón, el peine y un sinfín de mariposas de papel[9] como solía pronunciar en la mañana su importuna sentencia. Era inútil el que mi pelo y yo le demostrásemos todos los días, palpablemente, la nulidad desoladora del bejuco de cadena. Ella seguía comprobando impertérrita los progresos de unas ondas numerosas e imaginarias. Y es que al amar con tantísima ternura mi desheredado pelo, resultaba natural que el alma dulce y mística de mi Mamaíta esperara confiada en la misericordia del bejuco de cadena. Aquello era, en suma, una especie de religión y yo era la victima expiatoria, que ella, al igual que Abraham, sacrificaba con valor en aras de[10] mi belleza.[11]

He aquí́ cómo ocurrían las cosas y cómo a la amargura de la privación sucedían las dulzuras de una escondida abundancia.

A eso de la una de la tarde, mientras Evelyn almorzaba, nosotras aprovechábamos aquel resquicio de libertad para divertirnos lo más posible. Frente a la casa, bajo los árboles, ante la distraída vigilancia de Mamá, comíamos furtivamente guayabas y pomarrosas jugando al mismo tiempo a «la candelita». Sentada en un mecedor del corredor de la casa, absorta en un libro, con su abanico de paja en movimiento, Mamá levantaba de tiempo en tiempo los ojos y nos veía. En realidad era yo quien, sin parecer, la observaba a ella con atención e inquietud. De pronto, cerraba el libro y gritaba, en efecto:

—Blanca Nieves, ven a hacerte los crespos.

Pero Blanca Nieves nunca oía. Su cabeza, que, desde por la mañana, erizada de claros papillotes, parecía una alcachofa salpicada de salsa blanca, corría de árbol en árbol pidiendo aquí́ y allá́ «una candelita». Mamá esperaba pacientemente que la alcachofa se acercara un poco para repetir en voz más alta:

—Blanca Nieves, ¿estás sorda? ¡Que vengas a hacerte los crespos!

Como las personas sordas no responden ni vuelven nunca la cabeza cuando se las llama, la erizada alcachofa seguía de espaldas, a todo correr, mordiendo una guayaba e implorando la candelita. Mamá esperaba de nuevo unos segundos para tomar resueltamente su voz de queja:

—¿Hasta cuándo me molestas, Blanca Nieves? ¿Hasta cuándo me desesperas?[12]

II

«No hay rosas sin espinas», suelen decir.[13] Es muy cierto. Fiel a este conocido aforismo, olvidada de la rosa, todos los días, comenzaba por herirme con las espinas, para luego, sorprendida y feliz, inclinarme, coger la rosa a manos llenas, y aspirar encantada su perfume. Esta poética imagen se renovaba día tras día sin que la experiencia se dignara intervenir.

Para peinarme, Mamá se instalaba en una silla alta, y a mí me sentaba delante de ella en un taburete. Sus rodillas me servían de respaldo y al hablar nos mirábamos los rostros en el gran espejo que enfrente y cerca de las dos reflejaba el grupo entero. No bien las manos blandas revolando en mi cabeza empezaban a deshacer moñitos, cuando un poco más arriba los labios rompían a contar un cuento. Era una costumbre consagrada. El peine entraba cantando en el pelo, ya escarmenado por la mañana, la voz llena de imágenes cantaba entre los labios y pronto, al doble reclamo, el alma rezagada y terca regresaba queda, se posaba también sobre el espejo, y como barca en el río, se dejaba llevar por el relato, dulcemente, corriente abajo, entre dos orillas de amenos paisajes. La despreciable candelita y las viles guayabas se quedaban decididamente muy atrás.

Mientras el regazo de Mamá se iba llenando de papillotes mustios, mi cabeza florecía en crespitos y mi corazón generoso deseaba alojar en mí, no una sola alma, sino diez o doce para llevarlas todas juntas por tan deliciosos parajes.

Yo creo sin pretensión y sin asegurarlo, que Mamá fue una buena poeta. Sólo que en vez de alinear sus versos en páginas impresas, destinadas quizás a manos profanas, cosa que hacen casi todos los poetas, ella encerraba los suyos con gracia y originalidad en estrofas de crespitos. Su público no era nutrido, puesto que se componía de mí y de mi imagen reflejada en el espejo, pero era tan atento, vibraba tan al unísono con el alma de la frase, que el arte poético y narrativo de Mamá podía darse por muy satisfecho: su objeto quedaba colmado plena y triunfalmente. ¿Qué importa en efecto el número de los que se acercan a compartir una emoción? Un millón o uno solo es lo mismo. El caso es sentir que la emoción creada ha sido intensamente compartida y el más bello de los poemas merecería haberse escrito para un solo buen lector. En lo tocante a los relatos de Mamá yo era ese único, excelente lector o complemento.

Debo confesar que los personajes y sucesos de tales relatos no eran nunca originales. De labios de Mamá surgían en variada sucesión: cuentos de hadas, relatos mitológicos, fábulas de Samaniego y de La Fontaine, romances de Zorrilla, trozos de historia sagrada, novelas de Dumas padre y el tierno poema de Bernardin de Saint-Pierre, Pablo y Virginia.[14] La pobre Mamá, que por su vida aislada y campesina era bastante «leída», como suele decirse, echaba mano de cuanto su memoria tenía al alcance. Yo me encargaba luego de imprimir unidad al conjunto. En mis ratos de ensueño, al hacer revivir con entusiasmo los más notables hechos, invitaba a mis torneos espirituales a aquellos personajes que juzgaba más nobles o interesantes. Como nadie decía no, en mis libres adaptaciones se veía por ejemplo a Moisés vencido por d’Artagnan o a la dulce Virginia naufragando tristemente en el arca de Noé y salvada de pronto, gracias a los esfuerzos heroicos e inesperados de la Bella y la Fiera.

La brusca interrupción de mis juegos, o sea el paso de los placeres deportivos a los placeres líricos resultaba desagradable a mi sensibilidad y encendía en mi alma, como ya se ha visto, un vivo y fugaz malhumor. Era un malhumor arrogante, lleno de autoridad. Mientras mi persona se sentaba en el taburete él[15] dictaba sus leyes y si consentía en entregar mansamente a Mamá la posesión material de mi cabeza era a trueque de asegurarse la posesión moral y absoluta de la de ella. Las leyes dictadas eran tan terminantes como difíciles de prever:

—Quiero que me cuentes hoy, Mamá, un cuento nuevecito, en donde salga un caballo blanco, pero que no me lo hayas contado ni una sola vez.

Mamá tenía que lanzarse a todo correr, memoria arriba, en busca de un cuento enteramente nuevo, al cual se le pudiera enganchar un caballo blanco.

Otras veces sentía yo el deseo de vagar a paso lento entre alamedas familiares sumergidas en la melancolía del recuerdo y frecuentadas por rostros amigos a quienes poder saludar y sonreír. Exigía entonces «un cuento viejo» e imponía de antemano tiránicas reformas, las cuales respondían a los diversos estados o anhelos de mi espíritu. Tenía yo reservados para ciertos días mis dos cuentos preferidos, cuyos principales actores he mencionado ya. Era uno La Bella y La Fiera; el otro, mi verdadero favorito, era Pablo y Virginia, llamado con otro nombre. El cuento de los dos niñitos. Gracias al arte de Mamá, en estos relatos, la ficción se mezclaba armoniosamente con la realidad, prestándose una a otra en feliz equilibrio tesoros de poesía y realismo. Mi imaginación podía correr así por caminos fantásticos, llenos de sitiales en donde apoyarse y reconocer la verdad. Pablo y Virginia, verbigracia,[16] tenían como escenario de sus tristes amores nuestra misma hacienda Piedra Azul. La cabaña de Virginia se alzaba en una colina denominada «el peñón», que yo podía contemplar desde mi taburete por la ventana abierta del cuarto de Mamá, con solo ladear ligeramente la cabeza. En cuanto a la de Pablo, erguida un poco más allá́, dominaba un conuquito de maíz que sólo se distinguía desde el corredor principal de la casa. Muchas veces, con media cabeza encrespada y media con papillotes, me levantaba un instante para echarle un vistazo al conuco de Pablo y volvía apresurada a ocupar mi taburete a fin de que sin mayor interrupción continuase el relato. En lugar de embarcarse rumbo a Francia, palabra pretenciosa de oscura significación, Virginia, llena de naturalidad, se iba a Caracas en una calesa igual a la de Mamá. A su regreso naufragaba de un modo doloroso por haber atravesado el río crecido. Difícilmente podría describir hoy hasta qué punto aquel naufragio fatal me destrozaba el alma. Las circunstancias precisas del lugar aumentaban vivamente la intensidad dramática. El escenario familiar prestaba a los hechos el prestigio augusto de la historia. Consagrados así, la colina, el conuquito y el río, eran en adelante a mis ojos objetos venerables a los cuales concedía continuamente miradas de devoción y de cariño.

Si la Bella y la Fiera cautivaban también mi simpatía y derramaban en mi alma un torrente de dulzura, era por razones análogas. La descripción de la Fiera, que se componía de rabo, pelo negro, un par de orejas y dos colmillos afiladísimos, con los cuales roía huesos y comía carne cruda, venía a ser punto por punto el retrato vivo de Marquesa, nuestra perra de Terranova, especie de hermana mayor llena de bondades, a quien todas nosotras queríamos tiernamente.

Cuando llegaba el momento de describir Fiera, a mí no se me pasaba nunca el preguntar conmovida:

—Era así como Marquesa, ¿verdad, Mamá?

Mamá comprendía la necesidad urgente de mi corazón y la satisfacía generosamente:

—Sí, era idéntica a Marquesa.

El amor humilde, inmenso y sin esperanza de la Fiera por la Bella me enternecía extraordinariamente. Aquella pasión en la cual mi amistad estaba directamente interesada como ya se ha visto, era tanto más emocionante cuanto más desigual y nefasta a la Fiera. Por esa razón el verdadero desenlace del cuento me desagradaba, desde mucho tiempo atrás había impuesto sobre el particular severas reformas. Permitir que la Fiera se convirtiera en Príncipe antes de casarse con la Bella me parecía indigno y me parecía además una inconsecuencia sin nombre para con la pobre Marquesa. El noble impulso de la Bella quedaba por otro lado rebajado al nivel de lo común; en una palabra, aquellas bodas principescas y brillantes me resultaban antipáticas y de una trivialidad despreciable. Quizás obedeciera en esto al sentimiento natural del público, que sólo aplaude sinceramente el amor, cuando el amor se esconde discreto dentro de la pobreza, la insignificancia o la mediocridad. A las bodas que apadrina la pobreza el público asiste siempre con el alma desbordante de generosos deseos y en los presentes que allí envía suele enlazar, feliz y estrechamente, los nobles impulsos del corazón y las amables ventajas de la economía. Sobre este particular repito, aun cuando no se trata de enviar presentes ni de asistir personalmente a la celebración de las bodas, yo me mostraba muy intransigente. Antes de comenzar el cuento recomendaba:

—Pero ya sabes, Mamá, que la Fiera se quede Fiera con su rabo, su pelo negro, sus orejotas y todo y que asimismo se case con la Bella. ¡Que no se vuelva Príncipe nunca! ¿Ya lo sabes?

Mamá tomaba nota.

Es inútil decir que Pablo y Virginia acababan a veces muy bien. Virginia salvada milagrosamente de las aguas caudalosas se casaba a menudo con Pablo y eran muy felices. Si dadas las circunstancias mi alma sentía un vago, voluptuoso deseo de bañarse en la tristeza, dejaba entonces que las cosas siguieron su curso normal:

—Mamá, que llueva muchísimo, que crezca el río, que se ahogue la niñita y se muera después todo el mundo.

Mamá desencadenaba los elementos y la escena quedaba cubierta de crespones y cadáveres.[17]

Preguntas de Análisis e Interpretación

  1. ¿Por qué hay tanto énfasis en el pelo de Blanca Nieves?
  2. ¿Cuál es la importancia de los relatos que cuenta la madre a Blanca Nieves?
  3. Da tres ejemplos del uso de ironía y humor. ¿Por qué son importantes en este capítulo?
  4. ¿Cuál es el tono de este capítulo? ¿Cuáles detalles muestran ese tono?
  5. Desde la perspectiva feminista, ¿Qué quiere decir De la Parra sobre los estándares de belleza del siglo XIX?
  6. ¿En tu opinión, cuál es el mensaje principal del capítulo? Justifica tu respuesta con ejemplos textuales.

 


  1. En este capítulo, es importante notar palabras especiales perteneciente al pelo. La primera de las palabras es “maraña” que significa “enredo,” o pelo desordenado.
  2. Otra palabra de vocabulario especial sobre el pelo: “sortija” significa “rizo en el pelo,” o una porción de pelo en la forma espiral.
  3. “sedoso y crespo” significa suave y rizado.
  4. Aquí hay un ejemplo del control de la mujer en la sociedad latinoamericana durante esta época de formación de la identidad nacional. Había un control estricto sobre el cuerpo y la apariencia física de la mujer. Blanca Nieves recibe instrucciones sobre el imperativo moral de su apariencia porque su apariencia refleja su estatus social y el valor y honor de la familia (Nichols 181).
  5. “Madrastra” funciona como una comparación para describir el pelo de Blanca Nieves. A diferencia del pelo naturalmente liso de sus hermanas, el pelo de Blanca Nieves tiene que estar controlado. El pelo de las hermanas es como la naturaleza, buena y dócil. El pelo de Blanca Nieves es como el malo de un cuento, la madrastra mala quien debe ser derrocada. La comparación cómica muestra como Teresa De la Parra usa el humor para expresar un tono leve, aunque “la lucha” contra su pelo era incómoda.
  6. “La lisura” significa pelo con una textura lisa, sin rizos ni ondulaciones.
  7. Se puede ver la preocupación de la madre como resultado de los estándares de belleza basado en lo europeo. Pelo demasiado rizado indicaría una cantidad indeseable de herencia africana mientras pelo demasiado lacio indicaba sangre indígena (Nichols 182). Blanca Nieves tiene el pelo demasiado lacio, pero la madre quería que ella tuviera el pelo ondulado perfecto, sugiriendo un linaje europeo, y, por lo tanto, una posición social más alta.
  8. “encrespar” significa cambiar la forma del pelo de liso a rizado, o “rizarse.”
  9. “Mariposas de papel" es otra palabra para papillotes que se muestra arriba. Esta palabra también es sinónimo de “moñitos”. Se usaban comúnmente para rizar el cabello. Los papillotes crean un rizo apretado. Se doblaba un pedazo de papel de seda alrededor del pelo y se calentaba con planchas.
  10. Esa frase, “en aras de,” significa “por” o “por el bien/interés de”
  11. Esta alusión crea ironía porque Blanca Nieves iguala el arreglo de su pelo a una historia bíblica, algo más monumental que el inconveniente de peinarse. La ironía es una técnica literaria que consiste en decir lo contrario de lo que se quiere para crear un tono burlón. La autora escribe con ironía para añadir humor al texto, mientras recuerda y registra su infancia con cariño (Nance 47).
  12. Se puede ver la personalidad insubordinada de Blanca Nieves como chica. Es importante notar el humor en esta sección. Blanca Nieves se describe a sí misma con una comparación cómica que produce un tono ligero. Aunque si es verdad que ella no quiere dejar de jugar, su insubordinación es una marca de su personalidad rebelde en vez de un rencor a su madre.
  13. Las espinas acá en la primera frase representan el proceso doloroso de encrespar el pelo, y las rosas son una representación de la belleza. Pero, De la Parra hizo más compleja esta imagen porque, además de la belleza, se refiere al olor de las rosas como el tiempo pasado con su mamá escuchando sus cuentos, que es el valor real en este escenario.
  14. Los relatos que la mamá le contaba a Blanca Nieves provienen de la tradición romántica europea. Un ejemplo es la novela Pablo y Virginia, escrita por Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre en 1788. La trama sigue a dos niños, Pablo y Virginia, quienes murieron por su caída en desgracia del Edén de su niñez. Este interés de la madre por relatos románticos representa el eurocentrismo de la clase social alta venezolana (Saint-Pierre y Sainte-Beuve).
  15. Se refiere al malhumor diario que le causaba la rutina de encresparse el pelo
  16. La palabra “verbigracia” significa “por ejemplo.”
  17. Esta oración recalca la mentalidad joven de Blanca Nieves y el humor de la segunda mitad de este capítulo, que proviene de los mandatos de la niña sobre el contenido de los relatos y el consentimiento de la mama, enfatizado acá con la frase final.

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Antología abierta de literatura hispana Copyright © 2022 por Julie Ann Ward se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional, excepto cuando se especifiquen otros términos.

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