TERESA DE LA PARRA (1889, Francia – 1936 España)

Nube de Agua y Nube de Agüita

Teresa de la Parra

Texto abreviado

I

Papá, ya lo han visto, tenía sus ribetes de médico. Su afición a la medicina abundaba en preceptos de higiene: «Las niñitas —había decretado Papa— deben estar siempre al aire libre, no importa que se asolean; bajo ningún pretexto deben ir nunca a Caracas ni a cualquier otro lugar poblado, donde puedan coger el sarampión, la tosferina, la difteria o la lechina; deben bañarse en agua fría y corriente; que no las vistan demasiado; deben levantarse lo más temprano posible e ir cuanto antes a tomar un vaso de leche al pie de la vaca». Estos preceptos eran admirables, no por las ventajas de higiene física que hubiesen podido brindarnos, sino por las de higiene moral que en realidad nos ofrecían. Las prohibiciones de Evelyn aspiraban a darnos sólidos principios; los preceptos de Papá, sólida salud. Por una feliz coincidencia, en la cual ninguno de los dos pensó, nos dieron de consuno varios años de inmediato bienestar. El precepto del vaso de leche al pie de la vaca era sin duda ninguna el más interesante de todos. No tanto por el gusto de la buena leche recién ordeñada, llena de espuma, en la cual, al empinar el vaso, no olvidábamos nunca encajar la nariz, aguantando la respiración y haciendo al terminar: «¡ah!» con fruición y con un par de bigotes blancos, no, sino por el ambiente que ofrecía en general el corralón de las vacas a las seis de la mañana.

Un vaquero arrea varias vacas en una ribera.
Un arriero con vacas en Venezuela. Anagoria, CC BY 3.0, via Wikimedia Commons.

En el corralón,[1] sobre la república de las vacas, por elección y voluntad soberana de ellas —no se rían, ya lo verán— toda sabiduría y buen gobierno, imperaba Daniel, Daniel era el vaquero. Cuando hacíamos irrupción en la ciudad de las vacas, Daniel, levantado desde las cuatro de la mañana, asistido por el muchacho del corralón, tenía ya ordeñados muchos cántaros de leche. El orden reinante era perfecto: era el orden de la ideal ciudad futura. A pleno aire, pleno cielo y pleno sol, cada vaca estaba contenta y en su casa, es decir, atada a su árbol o atada a su estaca. Había quien tenía árbol y hasta árbol florido, había quien no tenía sino estaca desnuda y corta. Nadie se quejaba ni nadie se ensoberbeció, nada de comunismos. Satisfecha cada cual con lo que se le daba, daba en correspondencia cuanto tenía. Por todas partes conformidad, dulzura y mucha paz.

Las vacas … tenían nombres semejantes a los nuestros, sin que hubiese plagio de un lado ni de otro: era simple coincidencia, Daniel escogía los nombres de las vacas con la misma libertad que Mamá escogía los nombres de las niñitas. Siendo llanero Daniel, era poeta. Aunque su vena fuese con preferencia epigramática, también sabía ser lírica cuando la ocasión se presentaba. En el corralón la ocasión se presentaba. Allí Daniel solía adherirse a las tendencias de la escuela romántica. No era, pues, de extrañar que sus gustos y los de Mamá, zigzagueando por diversos caminos, viniesen a reunirse todas las mañanas entre las cuatro tapias del corralón. Las vacas bautizadas por Daniel se llamaban como ya han oído ustedes, y se llamaban: Flor de Sauco, Noche Buena, Viuda Triste, Niña Bonita, Rayo de Sol (que Daniel y también nosotras pronunciábamos por contracción Rayo-e-Sol).[2] Había, además, Desengaño, había Amapola, había No-me-Dejes, y así sucesivamente, hasta veinte nombres. No hay para que decir que Viuda Triste, por ejemplo, era negra, de un negro cerrado, absoluto, severísimo, mientras que en el traje, negro también, de Noche Buena, blanqueaban alegremente aquí y allá todas las estrellas de Belén y el lucero magnífico de los Reyes Magos. Rayo de Sol, por el contrario, era rubia, de un admirable rubio dorado que brillaba insolente, sin compasión, al lado de la pobre Desengaño, cuyo color indefinido, cobarde, desteñir durísimo, no invitaba a la alegría ni era placer de los ojos. Entre las vacas y sus nombres existía, pues, un acuerdo o concordancia, que no existía entre nosotras y los nuestros. En lo demás, unos y otros se parecían. Nosotras lo advertimos y nos regocijaba la semejanza. Hijas de Piedra Azul las unas como las otras, cercana al corralón la casa grande, resultábamos coterráneas y vecinas. Eran ellas nuestras nodrizas y los becerritos nuestros hermanos de leche. No había, pues, por qué darse tono ni por qué creerse de mejor alcurnia.

En realidad cada vaca con un becerro[3] formaba una sola unidad, la cual se designaba bajo el mismo nombre. En el grupo o familia Noche Buena, pongo por caso, tan Noche Buena era la madre como el hijo. Esta unificación simplificaba la disciplina, haciendo coincidir maniobras y movimientos llamados a ejecutarse simultáneamente. Cuando había llegado el momento de ordeñar a Noche Buena, digamos, Daniel, desde el punto en que estuviese, lanzaba por tres veces este grito prolongado que se extendía y dilataba por los ámbitos del corralón:

—¡Nooooooooche Buena! ¡Noche Bueeeeeeeena! ¡Noche Bueeeeeeeena!

Si Noche Buena madre estaba echada y soñolienta, al escuchar aquel nombre que pasaba por los labios de Daniel, como pasa el largo lamento del aire, cuando se va ondulando por la hierba de los llanos, y sigue y sigue y sigue, hasta perderse allá, en las lejanías del horizonte, cuando Noche Buena, digo, oía su nombre, se ponía en pie al instante, levantaba la cabeza y dirigía los ojos hacia el cercado de los becerros. Allí, Noche Buena hijo, se hallaba ya arremetiendo con furia y con la cabeza baja por entre los compañeros de cercado, quienes en respeto de las circunstancias le dejaban pasar sin tomar en cuenta aquellas cabezadas y agresiones. Apenas había levantado el vaquerillo la primera tranca cuando: ¡zas!, un salto por encima del tranquero y allí iba Noche Buena hijo dando brincos por el corralón, arrastrando y pisando y enredándose en el ronzal, si ronzal tenía, no importaba, adelante con los tropezones y la carrera desenfrenada, hasta llegar y prenderse a cabezadas también de Noche Buena su madre. Nosotras no comprendíamos que dos personas por muy unidos que fuesen pudiesen designarse así, con un mismo nombre. Esa especie de misterio dual incómodo y confuso no era de nuestro agrado, no: las cosas claras. Nosotras separábamos el becerro de la vaca por medio de un diminutivo. Los becerros no nos atendían en absoluto; pero tal cosa no tenía importancia, puesto que de todos modos ellos no obedecían sino a Daniel, que era el señor y supremo sacerdote,[4] cuya voz armoniosa de almuecín anunciaba la hora anhelada de la libertad y el desayuno. Para nosotras, el becerro de Amapola era Amapolita; el de Noche Buena, Noche Buenita; el de Nube de Agua, Nube de Agüita, y así sucesivamente.

II

Daniel era llanero, ya lo dije. Aunque nacido en el corazón del llano, casi toda su juventud había transcurrido por los potreros de los valles de Aragua.  Allí pasó muchos años pastoreando ganado y haciendo queso, un admirable «queso de mano» que enrollado en hojas de plátano, lo mismo que las hallacas de Candelaria, vino a ser, bajo el reinado de Mamá, timbre y orgullo de Piedra Azul, cuando ella, entre sonrisas y pedir excusas por la rusticidad de la ofrenda, lo ponía en las manos de cuanta visita llegase. Aparte del queso, Daniel había traído de los Valles de Aragua su admirable régimen de gobierno, sus gritos de almuecín y los nombres exquisitos de las vacas, cosas todas extrañas a Piedra Azul y a sus contornos. Como buen llanero, a más de ser excelente vaquero y excelente poeta epigramático, Daniel era astuto y rapaz.[5] Conciliador como nadie, amable siempre, todos sus actos iban urdidos a una trama finísima cuyo hilo, ningún ojo por avizor que fuere era capaz de descubrir. Cuando Papá lo contrató como vaquero Daniel estudió la situación durante dos o tres días y, sin duda alguna acabó por deducir esto en su fuero interno: «Aquí serás vaquero, Daniel, sin pleitos, ni imposiciones, hasta que quieras, y ¡ganarás dinero!». Así fue. Las vacas comenzaron a producir la suma indispensable que las tuviese sólidamente al abrigo de una venta o disolución general: ni un centavo menos ni un centavo más. Todos los días de la semana Daniel trabajaba con ardor, a fin de todos los sábados en la tarde, con muy buenos modos, presentarle a Papá por la leche y el queso las más correctas cuentas del Gran Capitán. Dada la corrección de dichas cuentas, Papá no podía probarle su mala fe, dada la amabilidad con que las presentaba. Papá perdía toda ocasión de insinuárselo con violencia o desabrimiento.[6] Amarrado a su propia impotencia, Papá decía:

—Daniel es un vaquero excelente, nunca he visto otro igual, pero me saquea en una forma como, hasta el presente, tampoco había visto otro igual. Emplea además un mal sistema con las vacas, las tiene muy consentidas, muy, muy mal acostumbradas. Quisiera a toda costa salirme de entre sus garras pero, ¿quién lo reemplaza?

El orden, la disciplina, los gritos de almuecín, los nombres de las vacas y, sobre todo, aquellas coplas cantadas durante el ordeño, larga, lentamente, acompañando la voz con el canto de la leche que llovía en el fondo del balde, todo, absolutamente todo, no era sino política, ya lo verán, su maquiavélica política del corralón que Papá designaba con esta frase candorosa:

—Tiene a las vacas consentidas y mal acostumbradas.

Daniel no excluía de su política el ingenio, el lirismo, la conmiseración y la galantería. No toda era rapacidad y egoísmo, no.[7] Al amparo de su rapacidad florecían sentimientos generosos muy dignos de elogio. Daniel trataba de que las vacas estuviesen bien atendidas para que diesen mucha leche en primer lugar, y para que al sentirse felices y satisfechas (altruismo paternal de mandatario) no pudiendo ellas prescindir de él, Papá, figura aquí de tercer orden, tampoco lo pudiese. Considerando estas razones, ya les dije al comenzar que Daniel gobernaba con sabiduría.

El procedimiento del ordeño era el siguiente: después de haber lanzado sus tres llamados o gritos musicales, entonada mezcla de asonancias con disonancias, cosa imposible de imitar:

—¡Nooooche Buena, Noche Bueeeena, Noche Buena!

Daniel dejaba que madre e hijo se uniesen en ternura y en leche durante un rato. Después intervenía él. Al becerro lo ataba corto por su ronzal al pie de la vaca. Así, engañada ella, presenciaba él, impotente, el robo inicuo de aquella leche que iba cayendo en el balde, en lugar de caer en su garganta. Como Daniel no acostumbraba despojar a nadie de lo suyo sin volverse todo sonrisa, galantería y buenos modos, al romper a ordeñar rompía a cantar una copla llena de halagos y filosóficos consejos.

La voz de Daniel se balanceaba sobre cada sílaba como se balancean las palmeras en la brisa. La madre, adormecida, fascinada por aquella voz de sirena que la colmaba de elogios, recordándole a la vez entre nostalgias y melancolías los ecos y lamentos de su patria de origen, entregaba sin restricción toda su leche. El hijo, menos sentimental, se sacudía de tiempo en tiempo, hasta que al fin, en vista de la imposibilidad material, acababa por contemplar resignado aquel despojo, sagrada ley del más fuerte. Considerando tal vez que «no sólo de pan vive el hombre»,[8] imitaba a su engañada madre, entregándose también a los líricos placeres de la poesía y de la mística.

Daniel, en plena paz, seguía ordeñando y cantando. Mientras tejía y destejía su larga copla, las niñitas, trémulas de interés, corríamos a observar la expresión de la vaca elogiada y ordeñada, a fin de ir espiando en su rostro la inequívoca satisfacción del amor propio halagado. Por tal razón cuidábamos mucho que todas las palabras de Daniel fuesen bien claras, todas las ideas bien al alcance de las sencillas inteligencias. Si Daniel cantaba, por ejemplo, esta copla que era del repertorio de Nube de Agua, puesto que cada vaca tenía las suyas:

¡Nube de Agua!

Yo he visto vacas famosas,

Pero como tú ninguna,

Porque tú tienes más leche

que agua tiene la laguna.

Al vislumbrar aquella laguna turbia y dudosa, volábamos todas a acabar con Daniel:

—¿Cuál laguna Daniel? di, ¿qué laguna?

Daniel suspendía el canto para responder:

—La laguna de Valencia. Protesta general:

—¡Ay!, Daniel, pero si ella no la está viendo, ella nunca fue a Valencia, ella no la vio, ¿cómo va a saber? ¿Por qué tú no le dices que tiene más leche que el río o que la acequia, o que tiene más leche que el chorrerón?, ¿ah? Daniel, ¿por qué tú no le dices?

Vuelto a interrumpir el canto. Daniel contestaba lacónico: —Porque ni río ni acequia ni chorrerón caen en verso.

—Cáelo tú, Daniel, si tú sabes; anda, qué te importa, Cáelo tú.

Aunque Daniel supiese «caer en verso» toda palabra y toda idea tenía su repertorio fijo, y no le gustaba hacer innovaciones sino cuando un caso muy especial de enfermedad, nacimiento o muerte lo requiriese. Por lo tanto acallaba nuestras exigencias al responder terminante:

—Ella entiende, la prueba es que se deja ordeñar. Si dado el caso no entendiere, ¡que se quede con la curiosidad! Eso no le hace daño. De aguantar curiosidad no murió ninguno.

Un sábado en la tarde Papá halló al fin la ocasión de estallar contra Daniel, y aprovechándola con inteligencia estalló en forma terrible. Estuvo tan sobrio como enérgico. Declaró a Daniel que, sin aceptar ningún género de explicaciones, le ordenaba que en el más breve término saliese para siempre del corralón de las vacas y de los linderos de Piedra Azul, que se encontraba tan harto de sus abusos, como de su amabilidad; que por lo demás ya tenía visto un nuevo vaquero honrado y serio que lo reemplazaría muy ventajosamente.

Daniel, siempre condescendiente, no respondió, no discutió, no dijo nada. Con muchísimo respeto, después de indicarle a Papá sus futuras señas, se despidió pronunciando la misma frase de Vicente Cochocho.

—Siempre a sus órdenes don Juan Manuel.

Como en el trapiche, al marcharse, alguien le preguntara si, cesante como se hallaba, pensaba regresar de nuevo a los Valles de Aragua, Daniel, con su admirable buen criterio, sin ironía, despecho ni insolencia, movido sólo por su sentido práctico, respondió lo siguiente:

—No, yo me quedo a pasar estas dos o tres noches aquí mismo, por el vecindario. ¡No ven que yo vuelvo![9]

Al siguiente día, muy temprano, lleno en efecto de seriedad y honradez, se presentó en la casa el nuevo vaquero, preguntó por Papá, y le manifestó lo siguiente:

—Vengo a decirle una cosa, don Juan Manuel: aquellas vacas están alzadas. No se dejan ordeñar. Dan coces; se les amarran las patas y entonces es peor: esconden la leche. Como Daniel les cantaba…

Papá respondió con lógica y con reflexión:

—¿Tú no eres, pues, el gran cantador famoso de estos contornos? ¡Cántales! ¡Lúcete! Es una buena ocasión.

¡Ay! ¡Qué ofensa para el nuevo vaquero! Siendo, en efecto, cantador de renombre, herido en lo más vivo de su dignidad de artista, respondió entonadísimo:

—Entienda, don Juan Manuel, que yo (aquí se puso una mano extendida sobre el pecho), soy hombre para cantar en un baile mis galerones o mis corridos, y que, en efecto, hay muy pocos que me ganen ni en cuanto a la música ni en cuanto a la letra. Pero yo (aquíse arrancó la mano del pecho) no soy hombre para cantarles a unas vacas como si fueran gente. ¡Eso sí que no! ¡A eso no me reduce a mí nadie!   Los tiempos de la esclavitud ya se acabaron. Busque otro vaquero, don Juan Manuel: ahí le quedan sus vacas.

Inútil es decir que, para alegría nuestra y de las veinte vacas, Daniel volvió.

Preguntas de análisis e interpretación

  1. ¿Cuál es el significado del título de este capítulo?
  2. ¿Cuál es el efecto de la personificación del becerro que quiere lograr la narradora?
  3.  ¿Cuál es el significado de la canción en el contexto de la caracterización de Daniel?
  4.  ¿Cómo se puede ver la doble faz de Daniel en el final del capítulo? ¿Cuál es la importancia de su dualidad?
  5. Compara y contrasta la caracterización del nuevo vaquero con la caracterización de Daniel.

 


  1. El corralón es el lugar donde granjeros tienen los animales, vacas en este caso.
  2. Los nombres son tan poéticos como los nombres de las hermanas de Mamá Blanca. “Noche buena, rayo de sol, Niña bonita, viuda triste” crean imágenes caprichosas y humorísticas y contribuyen al tono leve y jovial.
  3. Becerro significa la cría de la vaca.
  4. La palabra “sacerdote” es importante para la caracterización porque Daniel da a las vacas un nombre y una personalidad como un sacerdote da el nombre del bautismo a los cristianos.
  5. Rapaz significa “una inclinación al robo o la rapiña” (“Rapaz”).
  6. Con este párrafo, podemos ver que el padre ve la doble faz de Daniel. Daniel es un hombre muy amable, y a las niñas les gusta él mucho, pero el padre sabe que Daniel está robando la leche de las vacas. El padre no puede probar su mala fe (Sloan 119).
  7. Blanca Nieves, o Mamá Blanca de niña, no es consciente de la realidad del carácter de Daniel, pero como narradora no le importa. En su vejez, Mamá Blanca comprende el hecho de que todas las personas tienen el matiz: las virtudes y los vicios (Sloan 119).
  8. Esta cita bíblica relaciona el tema de la religiosidad a otros temas del humor, la ironía y el tono jovial. Aquí se usa la técnica narrativa de la personificación, atribuyendo a las cosas inanimadas cualidades de los seres animados. Aquí el becerro parece conocer la cita bíblica y decide resignarse ante la imposibilidad de beber la leche de su madre.
  9. Representa la subversión de la autoridad. Daniel roba a la hacienda, pero tiene más seguridad de su propia indispensabilidad en la hacienda que temor a la autoridad de su patrón Don Juan Manuel.

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Antología abierta de literatura hispana Copyright © 2022 por Julie Ann Ward se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional, excepto cuando se especifiquen otros términos.

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