TERESA DE LA PARRA (1889, Francia – 1936 España)

«¡Se acabó trapiche!»

Un día jugábamos en el huerto, Violeta, cuyas ansias aventureras la lanzaban a todo género de empresas azarosas, con sus correspondientes probabilidades de luchas y rebeldías, Violeta, digo, se había ido al comedor y había cogido un cuchillo. Con él cortaba ramas, les sacaba punta y las clavaba en la tierra diciendo:

—Estos son mis tablones de caña; estos otros son mis cafetales, aquí están mis jardines, todo esto es mi hacienda: ¡que nadie se acerque!

Una de las sirvientas allí presentes se acercó, le rogó que fundara su hacienda prescindiendo del cuchillo, que tanto Mamá como Evelyn nos tenían terminantemente prohibido que jugáramos con fuego, con tinteros y con cuchillos. Violeta le contestó que se apartara en seguida de allí y que no la molestara repitiendo tonterías. A fin de salvar su responsabilidad, la sirvienta se fue y advirtió a Evelyn. Llegó Evelyn en el momento en que Violeta enarbolando una rama le sacaba punta. El cuchillo brillaba y relampagueaba por los aires. Al comprobar el hecho, Evelyn dijo con autoridad:

—Violeta, dame el cuchillo.

Violeta contestó:

—No.

La autoridad de Evelyn pasó de las palabras a los hechos. Agarrando a Violeta por la muñeca, con la mano que le quedaba libre le quitó el cuchillo en un segundo. Violeta, sorprendida y desarmada, la miró con insolencia y en defensa propia y voz muy clara:

—¡Zas!

Un calificativo inesperado, rotundo, sobrio, muy bien acordado en cuanto a género y número: una sola palabra nada más.

¿De dónde salía tal palabra? ¡Misterio! Era esa una de las especialidades de Violeta: saber cosas que nadie supiera, sin que supiera ella misma dónde las había sabido. No obstante ser palabra nueva, todas las demás comprendimos al punto que tal expresión se le había adaptado a Evelyn como se adapta en la cabeza un sombrero muy feo, es decir, que se le amoldaba sin hacerle favor. Al oír el calificativo admirable de claridad, las dos sirvientas presentes habían comenzado a reírse a carcajadas. Con las risas, el calificativo tomaba más proporciones y mayor asiento en la persona de Evelyn.  Ésta, indignada, más por las risas que por el vocablo inesperado, con su feísimo sombrero puesto, se quedó muda unos instantes. Luego interrogó:

—¿Dónde aprendiste esa palabra, Violeta, que te dejó boca tiznada,[1] boca negra como carbón? ¿Dónde aprendiste?

Violeta se pasó la mano por la boca a fin de ver si era cierto que estaba tiznada, pero no se dignó contestar. Como Evelyn buscaba un castigo ejemplar, sin esperar las declaraciones de la culpable, hizo de repente la siguiente deducción funesta:[2]

—Aprendiste eso en trapiche. Ahora para siempre, ¡se acabó trapiche![3]

«Se acabó trapiche», por culpa de Violeta y de las dos sirvientas, era una ley inicua, uno de esas leyes arbitrarias que pesan sobre multitudes inocentes, por la violencia de un mandatario o las fechorías de un grupo. Y sin más comentarios, desde aquel mismo día, la ley inicua comenzó a regir.

¡Ay! «¡Se acabó trapiche!» ¡Qué castigo sin precedentes! ¡Qué desgracia![4]

Para nuestras almas de campesinas el trapiche era el club, el teatro y la ciudad.[5] Ningún placer equivalía a la hora pasada entre el baño y el trapiche. Nos parecía la gloria y teníamos razón: era la gloria. Todo en él halagaba la vista, el olfato, el paladar,[6] el oído. Lo mismo que bullía el guarapo[7] en los enormes fondos, en el gran recinto del trapiche bullía la vida franca y buena a borbotones.[8] En él se daban cita todos los elementos y todos los valores: el agua, el fuego, el sol, todos iban andando desnudos y armoniosos al compás que marcara la inmensa rueda majestuosa y mansa de la molienda.[9] Nada del aburrimiento negro incomprensible y feísimo de las fábricas movidas con motores eléctricos. No. En el trapiche no había misterios ni había escondites. Todo pasaba a la vista de todos. Cada cual sabía por qué ocurrían las cosas y había entrada libre para el que se presentara: elementos, animales o personas.

La primera, la gran capitana, la madre del trapiche era el agua. Muy arriba, por el canalón, se venía de la acequia y se arrojaba sobre la rueda grande cantando la caída con su nutrido coro de chorros y de gotas. La rueda lenta se iba tras ella por el rosario de sus cangilones, dibujando gajos de vacío sobre un fondo de helechos y de musgo. Con la rueda caminaban las tres masas; en las masas, triturándose y salpicando zumo caminaban las cañas; en las cañas caminaban las manos de los emburradores y las manos de los cargadores de bagazo, que se llevaban la pobre caña muerta en parihuelas de cuero para tenderlas al sol. Bajo el sol, los cadáveres triturados arrastrados por los rastrillos resucitaban y se iban a florecer en montañas; las mullidas montañas de las bagaceras, prometidas esposas del fuego.[10]

En el trapiche amplio y generoso no había casi paredes ni había casi puertas; nada se encerraba; ¡adelante todo el mundo! Entraba el sol, entraba el aire, entraba el aguacero, entraban las legiones de avispas doradas y, zumbando a buscar dulce; entraban las yuntas lentas con los carros anchos y los montones de caña bien trabados que los gañanes descargaban de un golpe y dejaban firmes en el suelo detrás de los carros; en busca de dulce, lo mismo que las avispas, entraban los hijitos de los peones[11] con una cazuela en la mano a pedir: «de parte de Mamá que si me hacen el favor de unas migajitas de raspadura o un pedacito de papelón[12] roto para el guarapito de esta noche». Como a las avispas se les daba la raspadura o se les daba el pedazo de papelón roto, a nadie se decía no.

En bandada con Evelyn y las sirvientas atrás, zumbando y volando, también como las avispas y los chiquitos de los peones, por entre yuntas de bueyes y montones de caña y parihuelas de bagazo, entrábamos las niñitas a buscar dulce, a estorbar el trabajo, y también ¡Adelante las niñitas, a molestar se ha dicho!

Lo primero de todo era correr a encajar un pie sobre la espuma gris y endurecida que formaba el zumo de la caña al irse por una canal hacia la sala de pailas.[13] Allí, dibujado sobre la espuma el mayor número de pies posible, era gritarle a Vicente Cochocho, si es que estaba presente, y si no, al grupo general de los emburradores:

—¿Que cuándo sueltan la molienda, pues? ¡Que anden, que anden, que ya es hora! ¡A almorzar! ¡A almorzar!

«Soltar la molienda»[14] o «almorzar» era detener el movimiento de la rueda y los cilindros al lanzar el agua por la acequia de mampostería, camino de un estanque en el cual, junto a enredaderas, penachos de bambú y un ancho cují, nos bañábamos diariamente, a pleno sol, bajo el estruendo del chorrerón, entre los remolinos de su corriente y los perfumes que iba dejando el agua sobre la tierra las piedras musgosas.

Junto a la rueda grande del trapiche el ruido del agua apagaba las voces. Mirando nuestra actitud y nuestras bocas gritonas; los emburradores, que ya sabían a qué atenerse, se veían reducidos a decirnos por señas que aún no había llegado la hora de soltar la molienda y a fin de completar la explicación nos mostraban con la mano el montón de caña que faltaba por moler.

En espera del agua, corríamos entonces todas, cada cual por su lado, a pedirle a un peón que «nos pelara una cañita».[15] El peón aludido dejaba su quehacer, escogía una caña, la pelaba con el machete, la dividía en gajos, y cada niñita, con su caña enarbolada, chupando y goteando zumo, se iba trapiche arriba y trapiche abajo a ver qué se hacía y averiguarlo todo, cuantas más preguntas mejor.

No sé qué tal sería para mis hermanitas; por lo que a mí respecta, puedo asegurar que en el trapiche, esperando el momento propicio de soltar la molienda, chupando gajos de caña, con las manos pegajosas y con varios riachuelos de zumo corriéndome por el cuello y por los brazos, pasé los ratos más amenos de mi vida. En el trapiche no se reunía la gente con el objeto de divertirse: he aquí por qué la reunión era amena y agradable. Allí para contemplar los diversos espectáculos no era menester, como en el teatro, sentarse en una butaca y quedarse inmóvil, en silencio, durante varias horas, con un par de gemelos en la mano y una pierna dormida, mirando a lo lejos, entre telas y tablas pintadas, hacer ademanes y decir trivialidades de un orden simétrico y monótono. En el trapiche no era indispensable, como en los bailes, dar vueltas y vueltas gravemente y a compás, sobre tacones altísimos, ni tampoco era de rigor el afirmar, con un sandwich en una mano y una copa de champagne en la otra, todos esos lugares comunes que la mayoría de nuestros interlocutores, mucho más elocuentes que nosotros, afirman con tanto ardor y con tanta seguridad, en forma brillante y arrolladora.[16]

El espectáculo del trapiche, variado, vivo y lleno de colores no esclavizaba la atención ni tiranizaba los movimientos. Mirando espumar un fondo, saltar el temple en la tacha, correr el melado en los canales, batir un alfondoque,[17] menear con una pala el papelón caliente, volar las hormas llenas, alegremente, por los aires, de mano en mano, como bailarinas; mirando, digo, tanta escena diversa y divertida, se podía al mismo tiempo chupar caña, comer melcocha y pensar en lo que se quisiera. En el trapiche era lícito agobiar con preguntas al templador, para dejarlo de golpe con la palabra en la boca, dar media vuelta e irse a agobiar con las mismas preguntas al espumador del primer fondo, sin decir previamente a ninguno de los dos: «¿Me permite usted un instante, señor?». En el trapiche, tanto el cuerpo independiente, como la fantasía alada, al igual de las avispas, podían posarse aquí, allí o acullá, cuándo y cómo mejor les pareciera. Libertad de movimiento y libertad de pensamiento, ¿no son dos factores indispensables al bienestar? ¿Y aquel olor tan rico que en el ínterin, por el humo y el vapor, exhalaba la tacha y exhalaban los fondos? ¿Y el lindo color dorado del papelón fino de caña buena? ¿Y el color oscuro del pobrecito papelón humilde de cachaza o caña mala? ¿Y el grito armonioso del templador, clamando de pronto por una reja, como la campana del Ángelus en la tarde

—¡Candelaaa![18]

¿Y la actitud de todo el mundo? Nadie en la sala de pailas ni en la sala de la molienda ni en el patio del bagazo y de las bagaceras tenía movimientos activos, esos bruscos movimientos de la actividad, llenos de inarmonía y desbordantes de soberbia, que parecen gritar: «¡Yo soy el creador aquí; todo es obra de mis manos, adelante, de prisa, viva yo y viva mi genio!». No, en el amable trapiche los movimientos no podían ser más lentos. Nadie pretendía crear nada. El largo proceso del papelón, como cosa de la naturaleza y no de la industria, parecía hacerse solo, por obra bendita del tiempo necesario; poco a poco, poquito a poquito. Los treinta o cuarenta peones del trapiche asistían al proceso del papelón como se asiste a un nacimiento: una ligera intervención mucha paciencia, conversación y nada más.

El trapiche era, pues, el bienestar sencillo y bueno. Violeta lo derrumbó con una sola palabra. ¡Ah! Violeta era fuerte, porque era emprendedora y agresiva. Sus palabras, ya lo han visto, como las de ciertos diputados y senadores, torcían el curso tranquilo de la vida. Muchedumbres pacíficas tenían después que sufrir las consecuencias.

Ahora ya, vigente la dura prohibición, antes de ir al baño nos veíamos reducidas a quedarnos arriba, junto a la represa vecina del canalón, en la cúspide de la rueda grande. Si queríamos echar un vistazo a nuestro querido trapiche, era menester desde allí arriba asomar las cabezas en fila, por encima de una tapia. A duras penas, puestas en puntillas o subidas a unas piedras, lográbamos pasar ojos y narices; muy raras veces la boca. Así, como Dios nos ayudara, solíamos lanzar nuestro ruego cotidiano:

—¿Que cuándo sueltan la molienda, pues? ¡Que se vayan a almorzar! ¡Que anden, que anden! ¡Que ya es hora!

Ruego que iba a fundirse en la noche profunda de las cosas ignoradas. Nadie nos atendía, puesto que perdidas allá arriba, entre la tapia y el ruido del agua, ni se nos veía ni se nos oía.

Debo en justicia advertir una cosa. Aun cuando la prohibición regía en todo vigor como he dicho ya, Evelyn, de vez en cuando, nos agrupaba después del baño y declaraba esto:

—Hoy, como todas se han portado bien, van a ir conmigo a trapiche.

Nuestros alaridos de felicidad eran ensordecedores y nuestras carreras desenfrenadas. Al fin de cuenta yo creo que, de no haber pronunciado Violeta su célebre palabra, de nefastos resultados, el recuerdo del trapiche se hubiera perdido sin duda en la multitud anónima de lugares, personas y escenas que yacen enterradas en mi memoria, como en un cementerio. Violeta provocó la severidad de Evelyn, la severidad de Evelyn salvó el trapiche de la oscuridad. El trapiche brilla, el trapiche titila en mis recuerdos.

¡Excelente Evelyn! Su influencia bienhechora pobló de alegrías nuestra infancia y apartó de ella el negro, el cruel aburrimiento que tortura el alma de los niños mimados, pobres víctimas de la saciedad, pobres capullos marchitos por el desencanto. Al sembrar prohibiciones sobre los objetos y lugares que nos rodeaban, Evelyn les daba vida. Soplando al igual que Dios encima de lo inerte, le ponía un alma divina: el alma que anima todo lo deseable.

Si mi infancia fue feliz; si mi infancia me llama y me sonríe de continuo a través de los años, es porque transcurrió libremente en plena naturaleza y porque tan libre transcurrir iba no obstante encauzado como van los ríos. Ni mis hermanitas ni yo nos vimos jamás presas entre cuatro paredes, rodeadas de cajas de dulce, de muñecas, de carros, de caballos de cartón, de todos esos horribles juguetes tenebrosos, que como los pesares de la vida adulta, tiene por fuerza que sobrellevar la infancia. Cuando a alguno de nosotros se nos regalaba o compraba una muñeca, la estrechábamos en nuestros brazos mientras representara algo nuevo. A las dos horas, aburridas de ver aquellos ojos siempre fijos y aquellos miembros siempre tiesos, cesaba ya de interesarnos y ¡al diablo la muerta, al diablo la vieja! No la tocábamos más. Teníamos razón.

Nuestros juguetes preferidos los fabricábamos nosotras mismas bajo los árboles, con hojas, piedras, agua, frutas verdes, tierra, botellas inútiles y viejas latas de conservas. Al igual de los artistas, sentíamos así la fiebre divina de la creación; y, como los poetas, hallábamos afinidades secretas y concordancias misteriosas entre cosas de apariencias diversas. Cuando cogíamos, pongo por caso, una latica vieja, y con un clavo y una piedra le hacíamos un agujero, al cual adaptábamos una caña o timón; a éste un par de tusas o cuescos de mazorca que hacían el papel de bueyes; a cada tusa o cuesco dos espinas curvas que imitasen dos cuernos; al todo una caña larga o sea una garrocha; cuando rematada la obra, tirando de la garrocha y remedando la voz de los gañanes, gritábamos a las tusas rebeldes:

—¡Arre, buey! ¡Atrás, Golondrina! ¡Apártate, Lucerito!

Con la lata, las dos tusas y las cuatro espinas, habíamos hecho un carro con su yunta y habíamos hecho también un poema.

El resto de mi existencia debía transcurrir bajo el mismo régimen amable y severo bajo el cual transcurrió mi primera infancia. La vida imitó a Evelyn, me dio a probar todos sus bienes; pero, bondadosa, me los dio tan tasados y tan a su hora, que jamás la saciedad vino a apagar en mi alma la fresca alegría del deseo. Como al pasar los años indiferentes no se llevaron entre sus dedos raudales de belleza, de amor, ni de honores, no detesto los años pasados en mí, ni aquellos que aún no han pasado de los otros. El tiempo, al besarme los cabellos, me coronó tiernamente con mi propio nombre, sin nunca llegar a clavarme en el alma sus dientes de amargura: a los setenta y cinco años aún siento latir mi corazón ante la perspectiva de una excursión campestre en automóvil bajo el sol entre montañas, y mis manos tiemblan todavía de emoción y de impaciencia al desatar los lazos que anudan con gracia exquisita la sorpresa de un regalo.

Preguntas de análisis e interpretación

  1. Resuma la experiencia de ir al trapiche para las niñas
  2. ¿Cómo se podría parafrasear la personificación del agua en el trapiche?
  3. Describa el impacto del trapiche en la vida de Mamá Blanca y lo que aprendió de su experiencia.
  4. Describa los argumentos o las referencias que hace Parra sobre el conflicto entre la civilización y la barbarie en el capítulo.
  5. Considerando la centralidad del concepto del conflicto entre la civilización y barbarie en la historia latinoamericana, ¿cuál sería la actitud sobre el trapiche y la vida rural desde la perspectiva de una persona de la ciudad?

 


  1. Tiznada significa sucia, como tizne de una chimenea. Evelyn le dice a Violeta que tiene la boca sucia por decir una palabra inapropiada.
  2. Funesta significa el origen de tristezas; es sinónimo de catastrófico. La palabra describe el fuerte impacto sobre las niñas del castigo de no ir al trapiche.
  3. Esta frase, que da el título del capítulo, intenta capturar el habla de Evelyn. La frase en español estándar contendría el artículo definitivo: “Se acabó el trapiche.”
  4. Un aspecto del estilo de Parra es el humor para describir temas importantes. En este capítulo, ella usa la escena entre Evelyn y Violeta para introducir el trapiche como una metáfora que representa la vida rural como buena, y no como sinónimo de barbarie.
  5. Aquí Parra usa elementos de la civilización para describir el trapiche con la intención de mostrar que la vida rural no necesita la dominación de la civilización para ser un lugar de valor.
  6. El paladar es otro de los sentidos: el gusto.
  7. El guarapo es el zumo de la caña, un producto del trapiche.
  8. Los borbotones son agitaciones con burbujas cuando el agua, o en este caso el guarapo, hierve. Es un símil, que es una figura retórica que consiste en una comparación entre dos cosas, introducida por un elemento relacional, que en este ejemplo es “lo mismo que.” Aquí se comparan los borbotones con la intensidad de la vida.
  9. La molienda es el proceso de desmenuzar una materia sólida, en este caso la caña de azúcar.
  10. Este párrafo personifica el proceso del trapiche, empezando con el agua como una gran capitana y la madre del trapiche. El agua se encarga de empezar el proceso. Sin el agua, el trapiche no funciona. Al final la caña se personifica muriendo y resucitando.
  11. Peón significa trabajador que hace trabajo manual. En el trapiche los peones hacen todos los difíciles trabajos del procesamiento de la caña y en este capítulo aparecen con diversos nombres según sus oficios: emburradores, templadores, espumadores, etc.
  12. Papelón es “azúcar sin refinar obtenido de la caña de azúcar, que se comercializa en panes compactos de forma rectangular, redonda o prismática” (“Panela, piloncillo y papelón”). Es conocido por nombres diferentes pero papelón es el nombre usado en Venezuela.
  13. Son las ollas para hervir el zumo de la caña de azúcar.
  14. Al decir “soltar la molienda” los peones tomaban su descanso y las niñas tenían la oportunidad de bañarse.
  15. Las niñas le piden ayuda a un peón para cortar una caña en gajos para comer. Esto muestra la familiariadad que sentían las niñas con las personas que trabajaban para su familia.
  16. Arrolladora significa atractiva y se usa irónicamente. La palabra se refiere al estilo de hablar en comunidades civilizadas, como las ciudades, que consiste en formalidades y trivialidades.
  17. Alfondoque significa un dulce hecho de azúcar y una mezcla de anís, coco y limón. En esta sección describe el proceso de crear dulces y otros comestibles de la caña de azucar.
  18. “Candela” es la llamada del templador para continuar el trabajo en el trapiche después de la pausa del almuerzo y del baño.

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Antología abierta de literatura hispana Copyright © 2022 por Julie Ann Ward se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional, excepto cuando se especifiquen otros términos.

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